TRAS LAS HUELLAS DE CLARET EN CUBA

TRAS LAS HUELLAS DE CLARET EN CUBA

AUTOBIOGRAFIA DE SAN ANTONIO MARIA CLARET

Capítulo II
De las persecuciones del Cobre y de lo acaecido en Puerto Príncipe

518. En la ciudad del Cobre fue en donde empezaron los disgustos y las persecuciones. A la verdad, el demonio no podía mirar con indiferencia la multitud de almas que cada día se convertían al Señor. Y, además, Dios debía permitir alguna tribulación a la grande satisfacción que habíamos de sentir a la vista de la marcha que tenían todas las cosas. El disgusto empezó de esta manera: hallándome yo en aquella población, todavía faltaban algunos que se querían casar por no haberlo podido conseguir aún; yo, para el mayor acierto, llamé al Comandante de la Población y le dije: V. que conoce la gente mejor que nadie, me dirá si los sujetos contenidos en esta lista, que viven mal, pueden hacer matrimonio feliz o no, o bien hay entre ellos algún impedimento de raza, pues yo quiero acertar, y no quiero hacer cosa alguna que con el tiempo acarreará algún disgusto.

519. El Comandante venía todos los días a mi casa y él me informaba de los pretendientes, y el Cura párroco extendía las proclamas según eran factibles los matrimonios. Un día se presentó un europeo, hijo de Cádiz, que vivía amancebado con una mulata, de la que tenía nueve hijos. Yo no le vi, pero oí que hablaba con mi Secretario y le decía que a todo trance se quería casar con aquella mujer a fin de poder criar bien a los hijos que con ella había tenido, y el Secretario le contestó que ya me hablaría, que volviese a otra hora, pues que aquella era una hora en que no estaba el Se-ñor Comandante y nosotros no teníamos anteceden tes; no hubo más.

520. Cuando he aquí que aquella misma noche el Señor Comandante ofició al Cura diciéndole que había sabido que casaba gente de distinta clase, aludiendo al europeo de que he hablado. El Cura se me presentó con el oficio, de lo que me admiré mucho. Llamé al Comandante y le dije que cómo había obrado de aquella manera, que el paso que había dado no había sido contra el Cura, sino contra mí, y que con aquel oficio no sólo faltaba a la verdad, sino también a la atención. Le hice ver que yo cabalmente le tenía la consideración de no dejar proclamar a nadie sin hablar primeramente con él, a fin de evitar choques y disgustos, y que ahora salía con esa inexactitud calumniosa. Y, como en el mismo oficio decía que daría parte al Comandante General de Cuba, le pregunté si había dado parte o no, a fin de prevenir yo los primeros pasos, y me contestó con otra falsedad, diciéndome que no. Cuando he aquí que el Comandante General, sin más que lo que le había oficiado el Comandante del Cobre, mal aconsejado del Secretario del Gobierno, empezaron unas diligencias las más furibundas, de las que resultaron muchísimas contestaciones y grandes disgustos.

521. No obstante, el fruto que se hacía, con la ayuda del Señor, era muy grande por todo estilo.
Mientras estaba despachando en el Cobre, el General Lemery, que se hallaba de Comandante General del departamento del Centro en la Ciudad de Puerto Príncipe, me escribía con el mayor encarecimiento que pasara luego allá, porque convenía para apagar la revolución, que se hallaba muy encendida. Al mismo tiempo que el General del Centro me decía que fuese luego, el Capitán General de La Habana; D. José de la Concha me escribía que no fuese, porque yo con mi clemencia y peticiones le impediría obrar justicia y hacer los escarmientos que eran indispensables. Yo le contesté haciéndole saber las instancias que me hacía el General del Centro, y entonces me dijo que pasara allá.

522. Fui a Puerto Príncipe a últimos de julio del mismo año; como todos los de la Ciudad estaban infectos y comprometidos en la revolución de Narciso López, o insurgentes del Norte, contra los europeos, de aquí es que todos me recibieron con mucha prevención. Empecé la Misión, y venían a ver si yo hablaría de las revueltas políticas en que se hallaba toda la Isla de Cuba, pero singularmente la Ciudad de Puerto Príncipe; pero, al observar que yo jamás hablaba una palabra de política ni en el púlpito ni en el confesonario, ni en particular y privadamente, aquello les llamó muchísimo la atención y les inspiró confianza.

523. Cabalmente en aquellos días cogieron las tropas a cuatro insurgentes o revolucionarios hijos de la misma Ciudad con las armas en las manos, y así es que fueron condenados a muerte. Y era tanta la confianza que de mí hacían los reos y aun sus parientes, que me llamaron para que fuese a la cárcel a confesarlos, y, en efecto, fui y los confesé. De tal manera fue creciendo la confianza que de mí hicieron, que me hicieron agenciar con el General a fin de que todos los que estaban comprometidos y se hallaban con las armas en las manos dejarían las armas y se volverían disimuladamente a sus casas sin que se les dijese cosa alguna y sin que constaran sus nombres. Así lo alcancé del General; por manera que toda aquella armada se desvaneció, se deshizo el acopio que tenían de armas, municiones y dinero, y todo quedó en paz. Al cabo de dos años, los americanos del Norte hicieron otra tentativa, pero ya no halló eco como la anterior, y después hicieron otra, y ésta no dio resultado ninguno.

524. Por manera que durante mi permanencia hubo tres tentativas contra la Isla: la primera fue muy
fuerte y la desvanecí completamente con la ayuda del Señor; la segunda fue menor; la tercera fue nula. Así es que los enemigos de España no me podían ver, y decían que más daño les hacía el Arzobispo de Santiago que todo el ejército, y aseguraban que, mientras estuviera en la Isla, no podrían adelantar en sus planes, y por esto intentaron quitarme la vida.

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