50 años del Camino Neocatecumenal

50 años del Camino Neocatecumenal

Equipo de Catequistas de San Joaquín 

Arquidiócesis de Santiago de Cuba, 7 de mayo de 2018 / En la mañana del sábado 5 de mayo, el Camino Neocatecumenal celebró el encuentro internacional en Roma presidido por el Papa Francisco con motivo del 50 aniversario del Camino. Participaron 150 mil miembros de 153 países. Se recordó de manera muy especial a Carmen Hernández, co-iniciadora del Camino Neocatecumenal junto a Kiko Argüello.

El Santo Padre hizo el envío de 36 nuevas missio ad gentes que evangelizarán en zonas secularizadas o con poca presencia de la Iglesia y el envío de 20 comunidades de las parroquias de Roma -que han concluido esta iniciación cristiana- a otras de la periferia de la ciudad cuyos párrocos han solicitado su ayuda para llamar a los alejados de la fe.

El Papa en su discurso terminó recordando a los miembros del Camino que “vuestro carisma es un gran regalo de Dios para la Iglesia de nuestro tiempo. Demos gracias a Dios por estos cincuenta años”.

En la noche las siete Comunidades Neocatecumenales de la parroquia San Joaquín  de San Luis celebraron con gran júbilo este acontecimiento. La Eucaristía fue presidida por nuestro arzobispo Mons. Dionisio García. 

Discurso del Papa Francisco (Fuente ZENIT – 6 mayo 2018)

Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días!

Estoy feliz de conoceros y decir con vosotros: ¡gracias! Gracias a Dios, y también a vosotros, especialmente a aquellos que han hecho un largo viaje para estar aquí. Gracias por el “sí” que habéis dicho, gracias por haber acogido la llamada del Señor a vivir el Evangelio y a evangelizar. Y un gran agradecimiento va también para aquellos que comenzaron este Camino Neocatecumenal hace cincuenta años.

Cincuenta es una figura importante en la Escritura: el quincuagésimo día, el Espíritu del Señor Resucitado descendió sobre los Apóstoles y mostró al mundo la Iglesia. Antes de esto una vez más, Dios había bendecido el año cincuenta: “Este quincuagésimo será para vosotros un año jubilar” (Lev 25,11). Un Año Santo, durante el cual el pueblo elegido tocará con el dedo nuevas realidades, como la liberación y el retorno de los oprimidos en su casa: “Vosotros proclamaréis la liberación para todos los habitantes del país – había dicho el Señor -. […] Cada uno de vosotros regresará a su propiedad, cada uno de vosotros volverá a su clan “(v.10). Aquí sería bueno después de cincuenta años en el Camino que cada uno de vosotros diga: “Gracias, Señor, porque realmente me has liberado; porque en la Iglesia he encontrado mi familia a mi familia; porque en tu bautismo, las cosas viejas han pasado y disfruto de una nueva vida (2 Cor 5,17); porque a través del Camino me indicas el sendero para descubrir tu amor tierno Padre”.

Queridos hermanos y hermanas, al final cantaréis el “Te Deum de acción de gracias por el amor y la fidelidad de Dios”. Es muy hermoso: agradecer a Dios por su amor y por su fidelidad. A menudo le agradecemos por sus dones, por lo que nos da, y es bueno hacerlo. Pero es aún mejor agradecerle por lo que Él es, porque Él es el Dios fiel en el amor. Su bondad no depende de nosotros. Hagamos lo que hagamos, Dios continúa amándonos fielmente. Es la fuente de nuestra confianza, el gran consuelo de la vida. ¡Así que coraje, nunca os entristezcáis nunca más! Y cuando las nubes de los problemas parecen espesarse pesadamente en vuestros días, recordad que el amor fiel de Dios siempre resplandece como un sol que no se oculta. Recordad su bien, es más fuerte que todo mal, y el dulce recuerdo del amor de Dios os ayudará en toda angustia.

Todavía falta un importante agradecimiento: a todos aquellos que irán en misión. Quiero contaros algo sobre el corazón acerca de la misión, sobre la evangelización, que es la prioridad de la Iglesia hoy en día. Porque la misión es dar voz al amor fiel de Dios, es anunciar que el Señor nos ama y que nunca se cansará de mí, de ti, de nosotros y de este mundo, del cual nos cansamos? quizás. La misión es dar lo que hemos recibido. La misión es cumplir el mandato de Jesús que hemos escuchamos y sobre el cual me gustaría detenerme con vosotros: “¡Id! De todas las naciones haced discípulos» (Mt28,19)

Id. La misión pide partir. Pero en la vida, la tentación de quedarse, de no correr riesgos, estar contento con tener la situación bajo control, es fuerte. Es más fácil quedarse en casa, rodeado de aquellos que nos aman, pero no es el camino de Jesús. Él envía: “Id”. Él no usa medias medidas. No usa viajes con descuento ni viajes reembolsados, sino que dice una palabra a sus discípulos, a todos sus discípulos: “¡Id!” Id: una llamada fuerte que resuena en cada grieta de la vida cristiana; una clara invitación a estar siempre afuera, peregrinos en el mundo buscando al hermano que aún no conoce la alegría del amor de Dios.

Pero, ¿cómo ir? Tienes que ser ágil, no puedes quitar todas tus baratijas. La Biblia lo enseña: cuando Dios liberó a su pueblo, lo hizo ir al desierto con el único equipaje la confianza en Él. Y hecho hombre, camina en pobreza, sin tener dónde descansar su cabeza (cf. Lc 9,58). Él pide el mismo estilo a su gente. Para ir, tienes que ser ligero. Para anunciar, debes renunciar. Solo una Iglesia que renuncia al mundo anuncia al Señor. Solo una Iglesia liberada del poder y del dinero, liberada del triunfalismo y del clericalismo, testifica de manera creíble que Cristo libera al hombre. Y aquel que, por su amor, aprende a renunciar a las cosas que pasan, abraza este gran tesoro: la libertad.

Él ya no está restringido por sus ataduras que reclaman siempre algo más, pero no dan nunca la paz y siente que su corazón se dilata, sin inquietudes, disponible para Dios y para los hermanos “Id” es el verbo de la misión y nos dice una cosa más: que está conjugado en el plural.

El Señor no dice: “vete y después tú, tú…”, sino “id”, ¡juntos! Ser totalmente misionero no es ir solo, sino caminar juntos. Caminar juntos es un arte para aprender siempre, todos los días. Debemos permanecer atentos, por ejemplo, para no imponer su ritmo a los demás. Más bien debemos acompañar y esperar, recordando que el camino del otro no es idéntico al mío. Como en la vida, ningún ritmo es exactamente igual a otro, en la fe y en la misión también: avanzamos juntos, sin aislarnos e imponer nuestro sentido de dirección; Estamos unidos, como Iglesia, con los Pastores, con todos los hermanos, sin huir hacia adelante y sin lamentarse de aquel que tiene un ritmo más lento. Somos peregrinos que acompañados por hermanos, acompañan a otros hermanos y es bueno hacerlo personalmente, con cuidado y respeto por el camino de cada uno y sin forzar el crecimiento de nadie, porque la respuesta a Dios madura solamente en la libertad auténtica y sincera.

Jesús resucitado dice: “Haced discípulos”. Esa es la misión. Él no dice, conquistad, ocupad, sino “hacer discípulos”, es decir, compartir con los demás el don que habéis recibido, el encuentro del amor que os cambiado la vida. Este es el corazón de la misión: para dar testimonio de que Dios nosotros nos ama y con Él con el amor verdadero es posible el que conduce a dar su vida allá donde uno se encuentra, en familia, en el trabajo, como consagrados y como esposos. La misión es volverse discípulos con los nuevos discípulos de Jesús. Es redescubrir parte de una Iglesia que es discípula. Ciertamente, la Iglesia es maestra, pero ella no puede ser maestra si antes no ha sido discípulo, al igual que no puede ser madre si antes no ha sido hija. Aquí está nuestra Madre: una Iglesia humilde, hija del Padre y discípula del maestro, feliz de ser hermana de la humanidad. Y esta dinámica del discípulo – el discípulo que hace discípulos – es totalmente diferente de la dinámica del proselitismo. Aquí radica la fuerza del anuncio, para que el mundo crea. Lo que cuenta no son los argumentos que convencen, sino la vida que atrae; no la habilidad de imponerse, sino El coraje de servir. Y tenéis en vuestro “ADN” esta vocación de anunciar viviendo en familia, siguiendo el ejemplo de la Sagrada Familia: en humildad, sencillez y alabanza.

Aportad esta atmósfera familiar a muchos lugares desolados y privados de afección. Haceos reconocer como los amigos de Jesús. Llamad a todos amigos y sed amigos de todos.

“¡Id! De todas las naciones haced discípulos”. Y cuando Jesús dice “todos” quiere enfatizar que en su corazón hay lugar para todos los pueblos. Nadie está excluido. Como los hijos de un padre y una madre: a pesar de que son numerosos, grandes y pequeños, cada uno es amado con todo su corazón. Porque el amor, al darse a sí mismo, no disminuye, aumenta. Y él siempre está lleno de esperanza. Como los padres, que no ven primero todos los defectos y deficiencias de los niños, sino los propios niños, y en esta luz acogen sus problemas y dificultades, como lo hacen los misioneros con los pueblos queridos por Dios. No ponen los aspectos negativos y las cosas a cambiar en primera línea, sino que “ven con el corazón”, con una mirada que aprecia, una cercanía que respeta, una confianza paciente. Id así en misión, pensando en “jugar con su familia”.

Porque el Señor es de la casa de cada pueblo y su Espíritu ya lo ha sembrado antes de su llegada. Y pensando en nuestro Padre, que ama tanto al mundo (Jn 3,16), sed un apasionado de la humanidad, colaboradores de la alegría de todos (véase 2 Cor 1, 24), influyentes cercanos a la escucha. Amad las culturas y las tradiciones de los pueblos, sin aplicar patrones preestablecidos. No partáis de teorías ni de esquemas, sino de situaciones concretas: será el Espíritu el que dará forma al anuncio de acuerdo con sus tiempos y sus modos. Y la Iglesia crecerá a su imagen: unida en la diversidad de pueblos, dones y carismas.

Queridos hermanos y hermanas, vuestro carisma es un gran don de Dios para la Iglesia de nuestro tiempo. Demos gracias al Señor por estos cincuenta años: ¡un aplauso a cincuenta años! Y mirando su fidelidad paternal, fraternal y amorosa, nunca perdáis la confianza: Él os protegerá, al mismo tiempo los instará a avanzar, como discípulos amados, hacia todos los pueblos, con humilde sencillez. Os acompaño y os animo:¡adelante! Y, por favor, no os olvides rezar por mí, ¡que permanezco aquí!

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