Transcripción homilía de Mons. Dionisio Guillermo García Ibáñez

Transcripción homilía de Mons. Dionisio Guillermo García Ibáñez

Eucaristía Sexto Domingo de Pascua
Basílica Santuario de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre
9 de mayo de 2021

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.  Juan 15, 13

Hermanos,

El domingo pasado en las lecturas venía aquella imagen tan gráfica de la vid y los sarmientos. Hablábamos de que, para vivir a plenitud como cristianos, pero también como ser humano, nosotros teníamos que aferrarnos a Cristo, como esa Vid que mantiene los sarmientos, “Yo soy la vid, y ustedes son los sarmientos”. Por lo tanto, el Señor nos quiso decir en ese pasaje del evangelio de san Juan, que, si nos separamos de Dios, entonces no podremos dar frutos; y si damos frutos, a lo mejor ese fruto no será una uva dulce capaz de dar buen vino, que de buen saber sino puede ser que, de agrazones, una uva agria que a nadie le gusta. Ese es uno de los mensajes del domingo pasado.

El otro era que, como hizo Pablo, uno tenía que buscar a la iglesia, porque sabíamos que es en la iglesia, en aquellos apóstoles y discípulos que el Señor había depositado la fe y él no quería ser un francotirador. Él quería predicar lo que la iglesia predicaba, él no se quería dejar llevar por el mundo, sino que quería predicar lo que aquellos primeros discípulos del Señor, que habían estado con Él, comido con Él, escuchándolo a Él, viéndolo sufrir en la cruz y también gozando la resurrección. Pablo quería permanecer unido, como tenemos que ser todos nosotros.

Si decíamos que Jesús es la vid y nosotros los sarmientos, en el evangelio de hoy sigue este mismo tema, en el sentido de que nosotros tenemos que vivir unidos a Cristo, y tenemos que vivir unidos a Cristo en el amor. Vamos a reflexionar un poquito en dos aspectos.

Uno. Dios nos amó primero. Ese es el centro del mensaje cristiano, nos amó a cada uno. No creó la humanidad, no creó una masa, a cada uno de nosotros nos fue dando nombre, nos fue integrando a su pueblo; y por tanto también, nos crea por amor y no quiere que nos perdamos en aquellos caminos que muchas veces no son los caminos de Dios, no son los caminos que nos conviene y el Señor para salvarnos envía a su propio Hijo. De ahí esa frase, “no hay amor más grande que aquel que da la vida por sus hermanos”. Cristo es aquel que nos amó primero y que, por salvarnos a nosotros, se entrega por nosotros en la cruz.

Esa conciencia, de que nosotros somos producto del amor de Dios, tiene que ser uno de los ejes de nuestra fe cristiana. Si eso no lo tenemos claro, nosotros podemos pensar en cualquier otra cosa, pero no en el Dios que predicó Jesús que es el Dios que es amor, el Dios que crea por amor, el Dios que desea lo mejor para cada uno de nosotros. Por lo tanto, Él nos ha amado primero y, por lo tanto, nosotros correspondemos al amor de Dios. De ahí lo importante de tener conciencia del amor de Dios para cada uno de nosotros. Yo estoy convencido que cualquier cristiano, está consciente de ese amor de Dios. Puede ser que hay veces nos sentamos un poco desamparados, “Señor porqué me has abandonado”, dijo Jesús, pero en esa frase está el saber que Dios nos acompaña, aunque no lo entendamos.

Entonces hermanos, creo que esto lo he repetido varias veces, tenemos que hacer el esfuerzo de nosotros reflexionar en ese amor de Dios que cada uno de nosotros ha experimentado en su vida. En algún momento de la vida: en el momento en que nos bautizamos si lo hicimos de adultos, en el momento de la primera comunión, en esos momentos claves de nuestra vida, ¡ay Señor, siento tu mano al lado mío!, Tú estás en mi vida. Vamos a hacer memoria, vamos a recordar esos momentos en que nosotros hemos visto tan claro su presencia en nuestra vida. Él nos amó primero. Y aquí está clarísimo, cada vez que nos topemos la cruz digamos, Señor tú me amaste primero, antes de crearme, cuando me creaste, cuando hiciste que yo creciera y moriste en la cruz por mí. Esa es la primera reflexión, y eso es lo que va a generar mucho amor a Dios; pero, amor a Dios que tiene que ir acompañado por el amor a los hermanos.

“Ámense unos a otros como yo les he amado” “Aquél que guarda mis mandamientos ése es discípulo mío. Ustedes no son siervos, son hijos” Ámense unos a otros es el primer mandamiento y el que resume todos. Fíjense bien, experimentamos el amor a Dios, y la respuesta de nosotros es corresponder a ese amor de Dios, pero también corresponder al amor de los hermanos. Ésa es la segunda. Amar a Dios con conciencia, Cristo murió en la cruz por mí, me dio la vida, y amar a los hermanos porque son hijos de Dios y hermanos míos, ellos merecen mi amor, y yo merezco el amor de ellos.

El otro punto es, y volvemos a los hechos de los Apóstoles, es Cornelio cuando llega y se tira en los pies, el apóstol le dice “no yo soy un hombre como tú”. Y ahí viene como aquellos primeros cristianos fueron descubriendo cuál era su misión en el mundo. Nosotros también hoy, tenemos que descubrir cuál es nuestra misión en el mundo este que estamos viviendo que es complicado. Cada día que pasa hay nuevas ideas, nuevas ideas que se quieren hacer absolutas, nuevas ideas que transforman toda la visión cristiana del mundo. Nosotros también debemos saber que tenemos que acercarnos a los demás.

¿Cuál era aquel problema? El problema era que los judíos, los circuncisos, los que estaban circuncidados, ellos creían que todo el mensaje de salvación era para ellos. Cornelio se da cuenta que había de muchos países, no eran judíos, no estaban circuncidados, no tenían la fe de Abraham, pero, sin embargo, aceptaban la fe en el Espíritu Santo venido sobre ellos. Y Pedro, se da cuenta inmediatamente y dice, la salvación de Dios no es para un grupito de personas, es para todos los pueblos. Ahí es cuando los cristianos, aquellos apóstoles, aquellos discípulos, aquellos seguidores se dieron cuenta y se dijeron, nosotros tenemos que predicarles a todos, no tenemos al Espíritu agarrado por los hombros. Él actúa libremente, pero si nosotros sabemos llegar, mejor dicho, si le sabemos seguir, Él nos va a traer a todos a la iglesia, para que como comunidad nosotros vivamos la fe.

Ahí, los primeros cristianos se abrieron, por eso es que en el salmo hemos rezado “Dios se manifiesta a todos los pueblos”. Hermanos nosotros hoy también tenemos que manifestarlo a todos los pueblos; yo como obispo, los sacerdotes, todos los fieles, ustedes, porque hay muchas personas que se codean con ustedes y para ellos también Cristo murió en la cruz. ¿Lo saben? No lo sabemos ¿Qué lo necesitan? Sí lo necesitan, porque todos necesitamos la salvación de Dios. ¿A quién le toca comunicar ese espíritu? A nosotros, a ustedes. Cuando nosotros nos encontremos con aquellas personas que, a lo mejor por respeto humano, jamás le hablamos de Jesús, ni le hablamos que somos creados por amor. Tenemos que darnos cuenta de que ellos necesitan también ese mensaje, porque si no lo necesitaran, Cristo nunca hubiera muerto en la cruz; pero si muere en la cruz, es para salvarnos a todos, a nosotros, a los que no están aquí en el templo, a los que no están en nuestra casa, pero a nosotros nos toca comunicar esa salvación de Dios.

Hermanos, vivamos con ese espíritu de las primeras comunidades cristianas, que estaba atenta a los signos, se dio cuenta que el Espíritu de Dios actuaba e inmediatamente reforzaron esa presencia del Espíritu: vamos a bautizar a estos hermanos nuestros porque han aceptado a Jesús. Pensemos en cuántos de los que nos rodean necesitan del mensaje de salvación, pensemos en eso. ¡Cuántos lo necesitan! Todos lo necesitamos. No seamos soberbios.

Que Dios nos ayude hermanos a vivir así, que vivamos íntimamente unidos al Señor, con un corazón abierto para amar a nuestros hermanos.

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