Homilía de Mons. Dionisio G. García Ibáñez

Homilía de Mons. Dionisio G. García Ibáñez

Basílica Santuario de Nuestra Señora de la Caridad, 28 de agosto de 2022
Domingo XXII del Tiempo Ordinario

“Cuando des un banquete, invita a los pobres… ¡Dichoso tú si no te pueden pagar! Recibirás tu recompensa cuando los justos resucitenLucas 14, 13-14

Hermanos,                                              

Las lecturas de hoy tienen como dos temas, aunque uno puede sacar muchos temas de la Palabra de Dios para asimilarnos, para que nos ilumine en la vida, para r a conocer más a Dios. La Palabra de Dios que es luz para nuestros ojos, luz para nuestras sendas en la vida.

El tema es, ¿en qué Dios nosotros creemos?, ¿a qué Dios queremos acercarnos?, ¿cómo nos recibe ese Dios?, ¿qué nos promete ese Dios? Ese es el primer tema, esa relación de Dios con nosotros. El segundo tema es cómo nosotros podemos acercarnos a Dios. Los comentamos de manera rapidita, los demás se los dejo a ustedes para que lo reflexionen esta semana en sus hogares.

En la carta a los Hebreros, en la primera parte de la lectura se nos habla de Dios como es presentado principalmente en el Antiguo Testamento. Ese Dios que se nos presenta en el Antiguo Testamento es un Dios que el creyente veía apartado, separado. Sabía que Dios había escogido al pueblo de Israel, pero el pueblo de Israel se sentía tan humillado ante Dios, tan humillado… había una desproporción muy grande entre Dios y ellos, nosotros, que era difícil acercarse a Él. Por eso dice, ustedes se han acercado no a un fuego encendido, no a densos nubarrones, como Dios se manifestaba en el Sinaí, no con el sonido de trompetas retronando el Dios todopoderoso. Ustedes, también pensaban que cuando escuchaba la voz de Dios nadie podía subsistir, vivir, porque Dios era tremendo encontrarse con Dios de esa manera. Acuérdense en el libro del éxodo, cuando Dios se manifieste a Moisés, o el libro de Elías cuando están viendo, se manifiesta y Elías quería encontrarlo en las nubes, en el trueno, en el fuego y lo encontró en una brisa suave. Ese es el Antiguo Testamento que nos habla de Dios.

Pero tenía que venir Jesús para revelar la verdadera naturaleza de ese Dios, y entonces empieza la segunda parte de este texto. Dice, ustedes se han acercado al monte Sion, al Dios vivo, a la asamblea del innumerables Ángeles, a la congregación de todos aquellos cuyos nombres están en el cielo, a Dios, el juez de todos, a las almas de los justos, al mediador de la Nueva Alianza que es Jesús.

Ya es otra cosa, ya no es aquel Dios que muchas veces le metía miedo al pueblo y que la gente vivía atemorizada. No es el Dios que se acerca hasta nosotros, de tal manera que se hace en todo igual que nosotros, menos en el pecado. Y además no solamente eso, sino que es capaz de entregar su vida en la Cruz por nosotros, ya es un Dios cercano, no aquel que está lejano, que hay veces que nos mete miedo, no, él no es un cuco.

No. Dios es el Dios Jesús, cercano, que da su vida, que nos enseña y nos va guiando, a esa comunidad celestial en la que están los nombres de todos los justos. Ése es el Dios que nosotros esperamos como cristianos. Es el que siempre tenemos que tener, aquel que nos comprende, que nos llama, que nos instruye, que nos guía para algún día encontrarnos con Él en la gloria. ¿Qué actitud la nuestra? Tanto en la primera lectura, del Eclesiástico, como en el texto del Evangelio, se nos manifiesta, cuál debe ser nuestra actitud. Y vamos a resumirla con la palabra humildad.

Humildad, hermano, significa vivir en la verdad. Ni creernos ni mejores ni peores, ser lo que somos. Pero siempre hacerlo con esa manera discreta de aquel que se da cuenta de que su vida es un regalo de Dios, y que tiene también que entregársela a Dios. Y para entregársela a Dios, tenemos que entregarla a los hermanos, y nosotros no podemos entregar la vida a nuestros hermanos y a Dios mismo siendo prepotentes. Humilde es aquel que vive en la verdad, que hace lo que tiene que hacer, que no se siente ni mayor que nadie, que no aplasta a los demás, que no se vanagloria, que no es cínico, sino humilde es aquel que vive según la vida le va llevando, luchando por hacer el bien y la justicia, pero siempre no creyéndose mejor que el otro.

Y, sobre todo, y en este caso la relación con Dios, no creyendo que nosotros podemos sustituir a Dios. Porque cuando el hombre y así nos lo dice la historia, cuando los hombres se quieren poner el nombre de Dios, en lugar de Dios, es cuando empieza el mal en la tierra. Cuando el hombre quiere organizar las cosas sin Dios, que nos dice que Él es el Creador y nosotros las criaturas que nos ha dado la naturaleza que nos ha dado una vida y que nos lleva a la vida eterna, cuando nosotros no queremos aceptar eso, entonces nosotros somos los que pretendemos construir el paraíso que el Señor nos tiene prometido y que Jesús nos con lo conquistó en la Cruz. Entonces nosotros decimos que lo vamos a construir aquí en la tierra. ¡Qué cosa más soberbia! ¡Qué vanagloria tan tonta! ¡Qué prepotencia! ¿Qué paraíso se va a crear aquí en la tierra, qué paraíso?

Algunas situaciones mejores, peores, pero el dolor del hombre. Podemos constatarlo nosotros hoy mismo en esta tierra, ¿por qué? Porque no queremos seguir la palabra de Dios. No queremos seguir la palabra de Dios, creemos que queremos enmendarle la plana. Y eso ocurre en todo, en la relación entre las personas, entre los gobiernos, los jefes del Gobierno con el pueblo, entre nuestra misma persona, que creemos que nosotros podemos cambiar hasta de lo que somos, con la constitución que el Señor nos ha hecho psíquica, sexual, fisiológica, esa es la última que hay ahora en los últimos 40 ó 50 años. ¿Por qué? Porque siempre está el pecado que nos mete en la cabeza que nosotros podemos y debemos enmendarle la plana Dios.

Cuando yo realizó algún bautizo, ya sea de niños con los padres, o de adulto con los adultos. Cuando llegue el momento de la renuncia a las obras del mal, siempre me gusta decir lo siguiente. No sé, me parece que sí, que hace pensar, a mí me hace pensar. Les digo, señores, es muy fácil decir aquí cuando nos pregunten, ¿ustedes renuncian el egoísmo, la vanidad, la prepotencia? y decimos, sí renunciamos, con decisión y es verdad, queremos renunciar. ¿Ustedes renuncian al abuso de otras personas, a creerse mejores que los demás?, sí renuncio. Cuando termina toda esa fase, del sí renuncio, yo le digo. Hermanos, es muy fácil para ustedes y para mí decir aquí que yo renuncio a todo eso. Es fácil. Pero sabemos que la vida nos lleva a situaciones, que nos lleva por caminos que no hacemos lo que prometimos. No cumplimos lo que le dijimos a Dios que le íbamos a decir. Ante eso hay dos actitudes, está la actitud del humilde. Lo que nos dice la lectura, el humilde, aquel que vive en la verdad. Y que sí ha hecho bien, hecho bien, sin prolongadas y propagarlo porque en definitiva, un don de Dios para nosotros. La gloria es de Dios. Si hacemos mal, a reconocer que hemos hecho mal, qué triste, qué pesado es reconocer que hemos hecho mal, cómo eso nos cuesta. Nos cuesta. Nos cuesta.

Entonces hay quedan esas actitudes: vivir en la humildad y vivir en la soberbia. Es lo contrario al humilde. ¿Quién es el soberbio? Aquel que sabe que ha hecho mal, y que se empecinen hacer el mal. Aquel que sabe que está haciendo cosas que no resultan bien porque hay algo que está trabado, como decimos los cubanos se traba el paraguas en nuestra vida, en nuestra actitud y entonces nosotros decimos sí tengo que seguir haciendo. Y lo sigo haciendo porque no busco si hay otra verdad diferente a la mía, no busco si hay otras soluciones que se pueden buscar y que debemos buscar para que la gente vive en paz y feliz, según nos lo pide la palabra de Dios, ese es el soberbio. El soberbio es aquel que no quiere dar su brazo a torcer es soberbio, es aquel que se cree superior a los demás, que le quiere imponer a los demás su manera de ver las cosas, y de vivir y de creer.  Ése es el soberbio.

Hermanos, y de la misma manera que el humilde, como dice el texto, será apreciado por todos, la persona humilde. Y lo compara con los generosos. Dice, al humilde, lo van a querer más que a una persona generosa. Pues, de la misma manera, los soberbios en la medida que actúan en la vida hacen mucho daño. Un padre soberbio hace mucho daño en la familia, en la educación de los hijos. Un maestro de escuela soberbio, le hace daño a los estudiantes. El director de una empresa soberbio, le hace mucho daño a los trabajadores. Un gobernante soberbio, le hace mucho daño a sus súbditos porque se ven aplastados, sometidos. Esa la soberbia, porque el soberbio no quiere que le enmienden la plana, no quieren. No quiere, no lo acepta. ¿Y a que nos lleva la soberbia? La soberbia nos lleva al mal, al sufrimiento, al dolor.

Por eso que el Señor dice, ¿quieren encontrarse con Dios y con los hermanos? Sean humildes, que significa no ser bobo. Ser humilde significa vivir según la verdad. Y cada uno, cada uno de nosotros tiene su verdad en el bien, cada uno. Así hay que vivir. El soberbio siempre hace daño. Quitémonos de nuestra cabeza, la vanagloria, la soberbia, la prepotencia, creernos mejores que los demás. Quitémonos eso, eso no nos lleva a Dios, no nos llevamos, vamos a leer esta parábola. Este banquete, ¿cómo leerla? Vamos a leer este texto a los Hebreos, vamos a leerlo, y nos vamos a encontrar cómo, qué caminos tenemos que tomar para encontrarnos y seguir a Dios. Que así sea, hermanos.

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