Los dolores de la creación

Los dolores de la creación

PAPA FRANCISCO AUDIENCIA GENERAL
Aula San Pablo VI
miércoles, 24 de agosto de 2022

Catequesis sobre la vejez: 18. Los dolores de la creación. La historia de la criatura como misterio de la gestación

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Recientemente celebramos la Asunción al cielo de la Madre de Jesús, este misterio ilumina el cumplimiento de la gracia que formó el destino de María, e ilumina también nuestro destino. El destino es el cielo. Con esta imagen de la Virgen asunta al cielo quisiera concluir el ciclo de catequesis sobre la vejez. En Occidente la contemplamos elevada hacia lo alto envuelta en luz gloriosa; en oriente se la representa acostada, dormida, rodeada de los Apóstoles en oración, mientras el Resucitado la lleva en sus manos como a un niño.

La teología siempre ha reflexionado sobre la relación de esta “asunción” singular con la muerte, que el dogma no define. Pienso que sería aún más importante hacer explícita la relación de este misterio con la resurrección del Hijo, que abre el camino de la generación a la vida para todos nosotros. En el acto divino del reencuentro de María con Cristo Resucitado no se trasciende simplemente la normal corrupción corporal de la muerte humana, sino que se anticipa la asunción corporal de la vida de Dios, de hecho, el destino de la resurrección que nos concierne se anticipa: porque según la fe cristiana, el Resucitado es el primogénito de muchos hermanos y hermanas. El Señor resucitado es Aquel que fue primero, que resucitó primero, luego iremos: este es nuestro destino: resucitar.

Podríamos decir -siguiendo la palabra de Jesús a Nicodemo- que es un poco como un segundo nacimiento (cf. Jn 3, 3-8). Si el primero fue un nacimiento en la tierra, este segundo es un nacimiento en el cielo. No es casualidad que el apóstol Pablo, en el texto leído al principio, hable de los dolores del parto (cf. Rm 8,22). Así como, tan pronto como salimos del vientre de nuestra madre, somos siempre nosotros, el mismo ser humano que estaba en el vientre, así, después de la muerte, nacemos al cielo, al espacio de Dios, y todavía es nosotros que hemos caminado sobre esta tierra. De manera similar a lo que le sucedió a Jesús: el Resucitado es siempre Jesús: no pierde su humanidad, su vida, ni siquiera su corporeidad, no, porque sin ella ya no sería Él, no sería Jesús: es decir, con su humanidad, con su experiencia.

Nos lo cuenta la experiencia de los discípulos, a quienes se les aparece durante cuarenta días después de su resurrección. El Señor muestra las heridas que sellaron su sacrificio; pero ya no son la fealdad de la degradación dolorosamente sufrida, ahora son la prueba indeleble de su amor fiel hasta el extremo. ¡Jesús resucitado con su cuerpo vive en la intimidad trinitaria de Dios! Y en ella no pierde la memoria, no abandona su propia historia, no disuelve las relaciones en las que vivió en la tierra. Prometió a sus amigos: “Cuando me haya ido y os haya preparado un lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que también vosotros estéis donde yo estoy” (Jn 14, 3). Ha ido a preparar el lugar para todos nosotros y después de preparar un lugar vendrá. No solo vendrá al final para todos, vendrá cada vez para cada uno de nosotros. Vendrá a buscarnos para llevarnos a Él. En este sentido, la muerte es un pequeño paso hacia el encuentro con Jesús que me espera para llevarme a Él.

El Resucitado vive en el mundo de Dios, donde hay lugar para todos, donde se forma una tierra nueva y se construye la ciudad celestial, morada definitiva del hombre. No podemos imaginar esta transfiguración de nuestra corporeidad mortal, pero estamos seguros de que mantendrá nuestros rostros reconocibles y nos permitirá permanecer humanos en el cielo de Dios, nos permitirá participar, con emoción sublime, de la exuberancia infinita y feliz del acto creador de Dios, cuyas interminables aventuras viviremos de primera mano.

Cuando Jesús habla del Reino de Dios, lo describe como una cena de bodas, como una fiesta con amigos, como el trabajo que hace la casa perfecta: es la sorpresa que hace que la cosecha sea más rica que la siembra. Tomar en serio las palabras evangélicas sobre el Reino capacita nuestra sensibilidad para gozar del amor activo y creador de Dios, y nos pone en sintonía con el destino inaudito de la vida que sembramos. En nuestra vejez, queridos y queridas compañeras, y les hablo a los “viejos” y “viejas”, en nuestra vejez la importancia de tantos “detalles” de los que está hecha la vida – una caricia, una sonrisa, un gesto, un trabajo apreciado, una sorpresa inesperada, una alegría hospitalaria, un vínculo fiel, se vuelve más agudo. Lo esencial de la vida, que apreciamos más en la vecindad de nuestra licencia, se nos aparece definitivamente claro. Aquí: esta sabiduría de la vejez es el lugar de nuestra gestación, que ilumina la vida de los niños, jóvenes, adultos y de toda la comunidad. Los “viejos” debemos ser esto para los demás: luz para los demás. Toda nuestra vida aparece como una semilla que habrá que enterrar para que nazca su flor y su fruto. Nacerá, junto con el resto del mundo. No sin dolores, no sin dolores, sino que nacerá (cf. Jn 16, 21-23). Y la vida del cuerpo resucitado será cien y mil veces más viva que como la gustamos en esta tierra (cf. Mc 10, 28-31).

No es casualidad que el Señor resucitado, mientras espera a los Apóstoles junto al lago, asa pescado (cf. Jn 21, 9) y luego se lo ofrece. Este gesto de amor reflexivo nos hace darnos cuenta de lo que nos espera al pasar a la otra orilla. Sí, queridos hermanos y hermanas, especialmente vosotros, los ancianos, lo mejor de la vida está aún por verse; “Pero somos viejos, ¿qué más tenemos que ver?” Lo mejor, porque lo mejor de la vida está por verse. Esperamos esta plenitud de vida que nos espera a todos, cuando el Señor nos llame. Que la Madre del Señor y Madre nuestra, que nos precedió en el Paraíso, nos devuelva el temor de la espera porque no es una espera anestesiada, no es una espera aburrida, no, es una espera con temor: “¿Cuándo vendrá mi Señor? ¿Cuándo podré ir allí?”. Da un poco de miedo este pasaje porque no sé lo que significa y pasar esa puerta da un poco de miedo, pero siempre está la mano del Señor que te lleva adelante y tras la puerta está la fiesta. Estemos atentos, queridos “viejos” y queridas “viejas”, compañeros, estemos atentos, Él nos espera, sólo un pasaje y luego la fiesta.

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