Homilía del Cardenal Seán Patrick O´Malley OFM

Homilía del Cardenal Seán Patrick O´Malley OFM

Arzobispo de Boston, Estados Unidos
Eucaristía Fiesta de Nuestra Señora de la Caridad
Basílica Santuario de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre
8 de septiembre de 2021

Mons. Emilio, queridas hermanos y hermanas en Cristo,

Es una inmensa alegría poder acompañarlos hoy en esta Fiesta tan especial. Primeramente, quisiera hacerles llegar un saludo muy cariñoso de nuestro Santo Padre, el Papa Francisco, que hoy mismo está hablando en Roma sobre esta celebración de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre.

Ofrecer hoy esta Misa aquí en el Santuario de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre con todos ustedes es una experiencia muy conmovedora para mí. A menudo cuento que no comencé a celebrar Misa en inglés hasta que fui nombrado obispo de las Islas Vírgenes en las Indias Occidentales. Hoy hace 51 años que, como recién ordenado sacerdote, celebré mi primera Misa en público en la Catedral de San Mateo en Washington. La celebré en español y fue la Misa de Nuestra Señora de la Caridad con los cubanos e inmigrantes hispanos que fueron mis feligreses durante casi 20 años. De ahí que siempre haya sentido una gran afinidad con el pueblo cubano y una especial devoción a la Madre de Dios con el título de Nuestra Señora de la Caridad.

En todo el mundo católico, María, la madre de Jesús, María de Nazaret, tiene muchos nombres y apellidos:

Nuestra Señora de Fátima, de Lourdes, de Guadalupe, y tantas otras. Hoy nos alegramos de celebrar esta fiesta en la que nuestra Santísima Madre ha manifestado su especial amor al pueblo cubano.

Nuestra Señora de la Caridad se representa apareciéndose en un barco. En las Escrituras, el arca de Noé y la barca de Pedro son imágenes poderosas de la Iglesia.  El evangelio nos habla de las tormentas en el mar de Galilea y de cómo Jesús calmó las olas.  La bendita madre viene a nosotros en tiempos de tormenta y dolor para asegurarnos la amorosa Providencia de Dios y su presencia constante.

El evangelio de Lucas que hemos leído hoy describe el segundo misterio gozoso del rosario, la visitación.  Para mí, este misterio representa el significado de las apariciones marianas.  En la visitación, María se apresura a ayudar a alguien qué está en necesidad, en un momento de crisis, está cuidando a Jesús en su vientre y llevándolo a los necesitados.

En la visita, el objeto de la caridad de María es su pariente Isabel.  Isabel es una anciana que está embarazada inesperadamente. Eso, en sí mismo fue una gran fuente de chismes y comentarios. Nunca se ve a una anciana con un vestido de maternidad a menos que tal vez sufra de demencia.

El embarazo a una edad avanzada suele ser peligroso y el embarazo de una mujer muy anciana es extraño. Añadamos esto el hecho de que su esposo fue fulminado y no podía hablar ni continuar con su trabajo.  María llega a esta difícil situación trayendo refugio, consuelo y amor.

Lucas presenta simbólicamente a María en este pasaje como la nueva arca de la alianza. En el Antiguo Testamento, el arca de la alianza era ese precioso cofre del tesoro que albergaba las tablas de la ley que Moisés recibió en el monte Sinaí, la vara de Aarón que dividió el Mar Rojo, y pedazos del misterioso pan con el que Dios alimentó a su pueblo en el desierto. El pueblo de Dios llevó el arca de la alianza con ellos en su estancia en el desierto y también cuando fueron a la batalla con sus enemigos.  El arca de la alianza se llevó alrededor de los` muros de Jericó para que los muros se derrumbaran. En uno de los evangelios apócrifos hay una descripción de María y José durante su huida a Egipto. Cuando pasa María con el niño Jesús, las estatuas paganas caen al suelo y se rompen, como las manos de Jericó.

EI Antiguo Testamento dice que el rey David bailó ante el arca de la alianza. En el evangelio de hoy, María es el cofre del tesoro que lleva al niño Jesús dentro de ella como un tabernáculo viviente. Cuando ella entra en casa de Isabel y Juan el Bautista oye el saludo de Shalom de María, salta de alegría en el vientre de su madre como David bailaba ante el arca. Como Juan el Bautista, nosotros también nos regocijamos con las palabras de María, con el sonido de su voz y la belleza de su sonrisa.

En la isla de Martha`s Vineyard que está en Massachusetts, hay una hermosa iglesia llamada San Agustín.  Las vidrieras de la iglesia representan los siete sacramentos. Al entrar en la iglesia, la primera ventana que se ve es la que representa el sacramento de la confesión, con la estola del sacerdote y las llaves cruzadas. Debajo de estos símbolos están escritas las palabras del evangelio: “Ve y no peques más”.  La iglesia no tiene aire acondicionado y en verano hace mucho calor por lo que abren todas las ventanas. En esa ventana en particular la única parte que se abre es donde está escrita la palabra “no”, así que los turistas entran y leen: “Ve y peca más”.

En mis muchos años como obispo de esa diócesis, nadie se quejó nunca de la ventana. La ironía es que muchas veces la gente piensa que los católicos somos gente del no: no hagas esto, no hagas aquello. Cuando en realidad somos gente del sí. Ser seguidor de Jesús significa decir sí a Dios, sí a la fe, sí al amor, sí al servicio, sí a la cruz.

En los Evangelios, la primera palabra que dice María es: “Sí”.  Hágase en mí según tu palabra.  Dios estaba llamando a la puerta de la humanidad y es María la que abre esa puerta en nuestro nombre permitiendo que Cristo venga a nuestro mundo como nuestro hermano y Redentor. A la Madre Teresa, veo que sus hermanas están con nosotros hoy, le gustaba decir: “dale permiso a Dios”.  Nuestro Dios no se impone. Quiere ser invitado a nuestra vida y a nuestro corazón. Quiere que le abramos la puerta y le demos permiso para ser parte de nuestras vidas.

Si la primera palabra de María es sí, su última palabra que aparece en el Evangelio de Juan en las bodas de Caná, donde María les dice a los sirvientes: “hagan lo que Él les diga”. Si la primera palabra de María es sí, su última palabra nos dice que le digamos sí a Dios.

El sí de María es un acto de fe que permite que la luz de Dios entre en nuestro mundo.

Cuando llevé a un grupo de jóvenes a visitar el Museo del Holocausto en Washington, me quedé muy impresionado con una de las exposiciones. Se mostraba una carta de un hombre llamado Hiram Ginnot que era un superviviente de un campo de concentración. La carta proyectada en la pared estaba dirigida a los profesores y comentaba que en el campo de concentración vio a muchas personas que eran médicos, enfermeras, ingenieros militares muy bien formados. Sin embargo, lamentó el hecho de que estaban usando todo su talento y experiencia al servicio del mal. Apelaba a los profesores para que humanizaran a sus alumnos.

Nuestra fe puede ser una fuerza humanizadora en el mundo que permita a las personas descubrir tantas cosas importantes.  La ciencia y la tecnología nos permiten comprender mucho sobre el mundo que nos rodea. Pero la ciencia no puede decirnos el valor de las cosas o su significado o interpretar el misterio. Es la fe la que nos permite descubrir quiénes somos como hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Es la fe la que nos ayuda a descubrir nuestra misión: por qué estamos aquí, qué tenemos que hacer con nuestras vidas. Cómo distinguir entre el bien y el mal.  El siglo XX fue el siglo del mayor progreso científico y tecnológico en la historia de la humanidad, pero también fue el siglo de mayor violencia y las peores guerras.

Decirle sí a Dios, a su amor y a su anhelo es la brújula que nos encamina hacia el sentido de la vida, la felicidad y la salvación.  En el evangelio de hoy escuchamos la primera bienaventuranza, anticipando el sermón de la montaña. Aquí, al comienzo del evangelio, la primera bienaventuranza la pronuncia Isabel, que le dice a María: “Bienaventurada la que ha creído”.  María es la mujer de la fe.  Ella es la primera discípula de Jesucristo porque le dijo que sí a Dios.

Al final del evangelio de Juan encontramos otra bienaventuranza que vino después del sermón de la montaña. Cuando Cristo resucitado se apareció al incrédulo Tomás y lo invitó a colocar el dedo en el lugar de los clavos y le dice: “No seas incrédulo, sino creyente”. Tomás hace ese gran acto de fe: “Señor mío y Dios mío”. Y luego Jesús nos da la última bienaventuranza, nuestra bienaventuranza: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído”.  Esa es nuestra bienaventuranza, nuestra bienaventuranza de poder ver al Dios vivo con los ojos de la fe y saber que no estamos aquí por casualidad.  El amor de Dios nos ha creado y nos ha llamado a participar en la misión que los judíos llaman Tikkun Olam, reparar el mundo.  Los católicos decimos que nuestra tarea es construir una civilización del amor o, de lo contrario, no habrá civilización alguna.

Como los tres Juanes que buscaban sal para preservar y curar, nosotros nos arriesgamos en mares tempestuosos para encontrar ayuda y consuelo.  Hay tanto sufrimiento en nuestro mundo. Nuestro hermanos y hermanas en Haití, castigados con otro terremoto y huracán.

Inmigrantes rechazados en las fronteras, tensiones raciales, divisiones ideológicas, inundaciones, incendios y todo tipo de catástrofes. Y además de todos estos desastres, tenemos la pandemia que ha atacado sobre todo a los más débiles, los ancianos, los pobres, la gente de color. Cuantos han muerto solos y aislados, cuanto han perdido seres queridos.   Más de un millón de niños han quedado huérfanos por la pandemia. ¿Cuántos han perdido sus casas, trabajo, y seguridad? Muchos han perdido la esperanza.

Una cosa que nos ha demostrado la pandemia es cuanto necesitamos los unos a los otros. Nos obliga reconocer nuestra interdependencia. El mundo es un pañuelo, y la vida es frágil. Solo la solidaridad nos salvará.

Nuestro querido Papa Francisco en su bellísima encíclica, Fratelli Tutti (Hermanos y hermanas todos) nos habla de la misión de la iglesia de promover el bien común, el bienestar del ser humano y la fraternidad universal. “La iglesia no pretende disputar poderes terrenos, sino ofrecerse como un hogar entre hogares”. La iglesia es un hogar abierto para testimoniar al mundo actual la fe, la esperanza y el amor al Señor y a aquellos que Él ama con predilección. Una casa de puertas abiertas, porque es madre, y como María, la Madre de Jesús, queremos ser una iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos y sacristías para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de unidad para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación.

Para muchos cristianos, nos dice el Papa, este camino de fraternidad tiene también una Madre llamada María.  Ella recibió ante la Cruz esta maternidad universal cuando Cristo desde la Cruz proclama:  He aquí a tu Madre. He aquí a tu hijo, tu hija…  Así está atenta no solo a Jesús sino también a todos nosotros:  Ella con el poder del Resucitado quiere parir un mundo nuevo, donde haya lugar para cada descartado de nuestras sociedades, donde resplandezcan la justicia y la paz, donde seamos todos hermanos y hermanas de verdad.

¡Qué viva la Virgen de la Caridad!

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